viernes, 24 de septiembre de 2010

Cuentos , Wilson el Boliviano

Se incorporan trabajos realizados en el taller de escritura de City Bell, aclarandose que WILSON EL BOLIVIANO, fue premiado con el 6to. premio por el Ministerio de Trabajo de la Provincia, entre mas de 700 cuentos presentados respecto al trabajo infantil.

Wilson el boliviano

I.
La dimensión Leter, mundo paralelo al de los humanos, estaba habitada por seres etéreos, rezago de la civilización humana. Tenían poderes para introducirse en la dimensión de estos, sin ser advertidos. En este extraño mundo los libros tenían vida y la virtud de procrear casi en forma indefinida. De allí que Constitución (madre de todas las leyes dictadas en la Argentina, el territorio de los hombres) había parido decenas de hijos, a los que enumeró conforme fueron naciendo. Entre ellos, estaban los gemelos 14 y 14 bis. Este último tenía el agregado “bis” por su parecido con el anterior. Ambos gemelos se destacaban del resto por ser sumamente traviesos y causar escozor a las clases altas de los argentinos.
14 bis solía cruzar la frontera entre su mundo y el de los humanos, observando asombrado cómo sus postulados eran violados continuamente por los mismos que habían dado vida a su madre Constitución. Lo que más conmovía a 14 bis era la forma en que eran vulnerados los derechos de los niños, derechos que estaban detallados en diversas normas internacionales y nacionales. Se sentía pisoteado por sus ancestros humanos y se enfurecía porque la Justicia Social y el imperio de los sectores populares que sostenían sus hermanos eran ignorados por los gobiernos títeres de los poderosos. 14 bis veía con ojos indignados y tristes cómo éstos se unían monolíticamente para conspirar, atacar y derrotar a gobiernos con sensibilidad social y respetuosa de la soberanía popular. Esos mismo sectores que salen a la calle sólo cuando están en riesgo de perder unos pocos centavos de su riqueza, los mismos que hablan de democracia, de ley y de cultura y explotan a niños para aumentar sus ganancias.
II.
Wilson Pedraza es un niño argentino de 12 años. Es el menor de siete hermanos e hijo de padres bolivianos. Tanto sus padres como sus hermanos trabajan en predios rurales que circundan a la ciudad de La Plata. Trabajan pura y exclusivamente para la subsistencia, sin horarios, sin que importen las condiciones climáticas, sin dignidad. Los Pedraza no tienen documento y son presa fácil de aquellos que acrecientan su capital merced a la explotación y el esclavismo. Y como los Pedraza hay muchos otros, argentinos, peruanos, paraguayos. Como los Pedraza hay muchos y también hay mucho inescrupuloso amparado por otros inescrupulosos.
Como otra tardecita casi noche de invierno, Wilson acomodó unas bolsas de arpillera y de nylon y unas raídas mantas y se aprestó a dormir. La habitación de Wilson era un altillo semi descubierto de 15 metros de frente por 10 de fondo. Allí estaba Wilson vencido por el cansancio y el dolor que lo liquidaba, rodeado de bolsas de harina apiladas, paquetes de levadura y otros elementos de materia prima para panadería. Siempre se dormía enseguida y se levantaba a las 3 de la mañana, mucho antes que el sol y que los dueños de la panadería, mucho antes que los políticos y mucho antes que los chicos que entran a las 8 al colegio. Wilson hombreaba bolsas, preparaba masas, horneaba panes, los calificaba, limpiaba, acomodaba las bolsas y se acostaba, y así pasaba su niñez. Nunca recibía dinero, ni libros, ni palabras dulces, ni canciones… mucho menos rondas, letras, números colores… de vez en cuando le daban algunos trapos, de vez en cuando aparecía su mamá o su papá o algún hermano.

III.
Eran las cerca de las 8. Como todos los días, los hermanos Carlos y Damián Urquisa acababan de abrir la panadería. El aroma del pan se entremezclaba con el de sus perfumes. Un canillita les tiró el diario sin bajarse de su bicicleta.
—Este negro siempre igual, vamos a tener que decirle al del puesto… viste cómo tira el diario, Damián.
—Negro desagradecido, para colmo que tiene trabajo…
—Mirá, vení, Carlos, lee la tapa de “Noticias de la ciudad”.
—A ver… “Tal cual lo anunciado en la campaña electoral, el flamante Gobierno comenzará con el nuevo sistema impositivo. El objetivo es alcanzar la equidad, redistribuir la riqueza y eliminar el trabajo en negro, entre otras cosas…”
—Pará, dejá de leer, Damián. Estos zurdos, te la canté, vamos a tener que pagar impuesto a la riqueza… y quién te dice no nos salta lo del bolita.
Carlos ascendió la escalera que conducía al altillo, en la parte trasera del comercio. Se acercó a un bollo mezcla de bolsa de arpillera, nylon y humano. Wilson se estremecía convulsivamente, volaba de fiebre y balbuceaba palabras inentendibles. Con los mismos ojos de siempre, Carlos lo contempló en silencio, y lo sacudió. Wilson abrió los ojos.
—¿Tomaste el remedio que te dejó Damián ayer?
—…
—Contestame, ¿lo tomaste o no?
Wilson hizo un intento pero ni siquiera pudo sacar afuera un monosílabo. Hizo un sí con la cabeza y cerró los ojos.
—Tomá un poco más… a ver si mañana ya te podés levantar.

IV.

Era una linda mañana, el sol entibiaba y las copas de los tilos bailaban una danza acompasada. Rodrigo Calderón tomó su carpeta, sus anteojos y una lapicera y los metió en el portafolio. Salió del Ministerio de Trabajo, donde trabajaba hacía 20 años, en busca de su moto que estaba atada a un palo de luz de calle 7. Rodrigo tenía 53 años y trabajaba como inspector. Era sin dudas un luchador. Durante casi toda su carrera, salvo honrosas excepciones, había tenido que luchar con jefes oscuros. Cientos y cientos de denuncias e informes sobre empleadores y empresas habían sido desestimadas una y otra vez por parte de funcionarios que no funcionan. Lo único que hacían con sus denuncias era tomar las direcciones para coimear a los infractores, algo que se había hecho tan usual como el café de las mañanas. Años constatando irregularidades: falta de seguridad e higiene, violación permanente de la jornada de ocho horas, trabajo en negro, explotación de menores. Puede contar con una mano las veces que se hizo justicia. Así y todo, Rodrigo jamás bajaba los brazos.
Aquella mañana, Rodrigo subió a su moto con el ánimo más fortalecido que otras veces. Hacía unos meses que soplaba aire más fresco, más limpio. Las nuevas autoridades tanto a nivel nacional como ministerial habían dado algunas señales, cumplían con algunas promesas de campaña. En eso pensaba cuando llegó a destino. Detuvo la moto, la aseguró en el parante de un toldo de un negocio. Leyó el cartel: “Panadería La Ideal de Carlos y Damián Urquisa” y entró.
—Acá tiene los papeles… todo en regla, señor –alardeó sonriente Carlos.
—¿Es un control de rutina o ha recibido alguna denuncia? –preguntó Damián.
—Muy bien… esto está bien… o también… ¿empleados? ¿tienen empleados?
—No, señor, es una empresa familiar… todo lo hacemos nosotros.
—Ajá… necesitaría ver el baño.
—Por acá, venga –lo guió Damián.
—Muy bien… ¿el matafuego?
—El matafuego está allá y acá están las certificaciones de la última carga –contestó Carlos.
—¿Aquel altillo? ¿Qué hay en aquel altillo?
—¿El altillo? Ah, sí, el altillo… nosotros le decimos el depósito… ahí hay bolsas de harina, placas de horno… materia prima –balbuceó Carlos ya no tan sonriente.
Rodrigo comenzó a subir las escaleras. Con cada paso suyo se iban transfigurando las caras de los Urquisa. Rodrigo quedó paralizado frente a la escena. Un niño acurrucado, transpirado, sucio y tembloroso escupía palabras mezcladas: mamá, frío, ir, malo, mamá, pan, duele, pan, mamá.
—Pobrecito, es un nene de la calle… lo recogimos anoche para darle un techo y comida, estaba en plaza Italia solito, pobre –mal mintió Damián a espaldas de Rodrigo.
Rodrigo quedó unos instantes más en silencio. Los cachetes se tornaron violetas, los ojos le brillaron.
—Agradezcan a Dios que no puedo perder el trabajo porque tengo una familia, sino ya los hubiese tirado por la escalera.

V.

En el Hospital Sor María Ludovica de La Plata, en una cama despintada pero limpia Wilson dormía. Ya no temblaba y estaba seco y abrigado. Uno de cada lado de la cama, los papás lo contemplaban y lo acariciaban despacito. Escuchaban una radio portátil bajita para que Wilson no se despertara: “Durante la jornada de ayer, inspectores del Ministerio de Trabajo de la Provincia clausuraron más de 50 comercios de la región. Se detectaron diferentes irregularidades, entre ellas la explotación de menores a quienes tenían en condiciones inhumanas. Además se realizaron operativos en las zonas rurales en donde encontraron situaciones de trabajo en negro y reducción a la servidumbre. Las personas afectadas están bajo asistencia médica y jurídica…”.

VI.

—Mamá, ¿puedo convertirme en un niño humano? Dale, dale, daleeee, es sólo por un tiempo –preguntó 14 bis.
—Hijito, vos no sabés los peligros que se corren en esa dimensión –contestó la siempre sobria y orgullosa madre Constitución.
—Sí, mami, lo sé. También sé muchas otras cosas, como todo lo que aprendí de vos y de mis hermanos. Creo que eso me da seguridad y sabiduría para poder convivir entre los humanos en Argentina… haré que e respeten y me obedezcan.
—Bien hijo, autorización concedida. Pero sabés que sos parte indisoluble de esta familia, que te debés a ella y que inexorablemente deberás regresar.

VII.

Era el mediodía y Wilson salía de la escuela con la mochila en la espalda cargada de libros y los brazos cargados de abrigo que la madre le había dado por las dudas. Se le acercó Alexis, un compañero nuevo.
—Hola yo soy nuevo en la escuela, no tengo amigos en La Plata porque vengo de una ciudad que queda muy dejos de acá.
—Yo soy Wilson pero me dicen “el Boliviano” porque mis papás son bolivianos.
—Bueno, yo me llamo Alexis pero en mi casa me dicen 14 bis, porque dicen que tengo alma de justiciero.
—¿14 bis?, como el artículo de la Constitución. El señor Calderón, que es un inspector del Ministerio que me encontró y me ayudó, me regaló el libro y me dijo que en él voy a encontrar lo que necesito para defenderme y vivir como los demás chicos.
Wilson y Alexis caminaron juntos, charlando de la escuela, de fútbol, de los power rangers, de qué pesadas que eran sus mochilas… de qué linda que era la señorita Daniela. A partir de aquel día y para siempre fueron amigos incondicionales.
NESTOR ROMPANI

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