viernes, 24 de septiembre de 2010

Jesus

Jesús

I.

Un sol cálido penetraba a raudales en aquel sector del bosque. Los árboles desnudos, descarnados, con su follaje herido mortalmente por la voracidad del otoño, permitían dócilmente el ingreso de sus rayos. Éstos los acariciaban, preanunciando su cíclica resurrección. Las hojas muertas de un color amarillento rojizo dispersas por el piso, otorgaban al lugar un encanto singular. Se lo veía apacible, sereno, digno de ser retratado y exhibido como muestra de la belleza. El silencio, profundo e indescifrable, se vio de pronto cortado por el rumor de suaves pisadas sobre el follaje. Era Tomás que caminaba desorientado por el lugar, caminaba sin rumbo fijo buscando una salida al laberinto que lo rodeaba.
Tomás tenía 10 años y vivía con sus padres en un pequeño caserío lindante con la zona boscosa. Esa mañana presenció ensimismado el vuelo de extrañas y coloridas aves que se internaban en el conglomerado de plantas y árboles. Como si un extraño y misterioso mandato se lo exigiera, emprendió el camino hacia el interior de la selva, siguiendo el surco imaginario que en el cielo dibujaba la bandada. A poco de andar, advirtió que se había perdido. Curtido por rigurosos inviernos y criado en la inhospitalidad de la zona, no sintió miedo. Estaba seguro de que sus padres, sus dos hermanos mayores y aún los propios vecinos, se movilizarían de inmediato al notar su ausencia.
Ramiro y Natalia Taylor, los padres de Tomás, estaban acostumbrados a que el niño hiciera uso de la independencia y libertad que ellos le otorgaban. Pese a ello, comenzaron a preocuparse cuando llegado el mediodía su hijo menor no regresaba. Los hermanos de Tomás, Lautaro y Javier, retornaban de sus tareas de labranza y cría de animales cuando se anoticiaron de la preocupante ausencia. Alertas y poseedores de una intuición magistralmente desarrollada por los hombres acostumbrados a vivir con lo inesperado, soslayaron la comida y comenzaron la búsqueda del niño. Temían que la noche les dificultara hacerlo. Jeremías, vecino y amigo de Tomás, dijo haber visto al niño internarse en el bosque hacía unas tres horas.
A las 4 de la tarde, sintiendo el cansancio de tantas horas de andar sin rumbo fijo, Tomás vio a lo lejos una columna de humo que se alzaba sobre los árboles y hacia allí se encaminó.
Jesús aparentaba más de los 50 años que tenía. Las duras tareas del bosque habían dejado sus visibles huellas. Tenía una larga cabellera lacia, sucia y entrecana y una barba de igual color. Esa tarde estaba hambriento. Había pasado ya la hora del almuerzo. Con desesperación devoraba un trozo de carne de conejo que había caído en una de las tantas trampas que colocaba en los alrededores de su rancho. No usaba utensilio alguno, llevaba la carne fría, que solía asar el día anterior, directamente de sus manos a la boca.
El hombre estaba acostumbrado a la soledad y al silencio. Su oído había adquirido un importante desarrollo que le permitió percibir el sonido de las pisadas cercanas. Ágilmente saltó del rústico banco, tomó el viejo rifle de dos caños y se acercó a la ventana. Se sorprendió de ver al niño pero lo reconoció enseguida. Era el que, a diferencia de los otros chicos, aceptaba naturalmente su presencia cuando bajaba al poblado. Jesús solía ir al pueblo a permutar cueros y carne por comestibles, semillas, cartuchos y repuestos.
La mayoría de los pobladores le temía o le rehuía por su apariencia ruda y agresiva. Quizás por eso era que sentía una ternura especial por aquel niño al cual intuía alegre, vivaz, inteligente y desprovisto de prejuicios.
El chirriar de la puerta que Jesús abrió bruscamente sobresaltó a Tomás.
—Tomás, ¿qué hacés tan lejos de tu casa?- inquirió el hombre con su voz fuerte y carrasposa.
—Hace horas que camino y estoy perdido.
—Entrá amigo, acercate al fuego, debés tener frío… comé un trozo de conejo… sentate y charlemos un rato.
—…
—Tu familia debe estar preocupada. La oscuridad llega muy pronto en el bosque y no estás en condiciones de seguir caminando. Nos vamos a arreglar para que pases la noche acá y mañana te voy a acompañar hasta el poblado.
Tomás siguió en silencio. Miró a su alrededor y a diferencia de lo que hubiera ocurrido con cualquiera de sus amigos, se sintió tranquilo, protegido. Aquel gigantón escondía detrás de ese aspecto hostil una dulzura especial.
Tal como lo había anunciado Jesús, las sombras inundaron muy temprano el entorno del rancho. Los árboles, dejaron de ser majestuosos para convertirse en esculturas fantasmales. A diferencia de ese panorama exterior, Tomás sentía la calidez y la ternura con que Jesús colocaba sobre su cuerpo una raída manta para defenderlo del frío, que se hacía sentir rigurosamente puertas afuera del rancho. Sereno y tranquilo, se quedó dormido. En su sueño se vio en el interior del templo evangélico al cual con su familia y vecinos concurría dominicalmente. Allí, observaba absorto la imagen de Jesús, que clavado en la cruz le sonreía cálidamente. El sueño potenció su placidez.
Los hombres que participaban de la búsqueda, se dividieron en dos grupos. Un par de vecinos hacia un rumbo y el padre y hermano de Tomás hacia otro. Llegada las primeras horas de la noche y ante el fracaso de la pesquisa, los tres miembros de la familia Taylor decidieron pernoctar y aprovechar las primeras luces del día siguiente para continuarla.

II.

Lautaro, el mayor de los hermanos Taylor, fue el primero en despertar. Somnoliento aún, percibió el paso veloz de un pequeño animal salvaje que desapareció tras unos matorrales. A los pocos segundos, sintió un sonido seco y al mismo instante el gemir agonizante del animal. Caminó unos pasos, rodeo el matorral y vio cómo un conejo salvaje había caído en las garras de una trampa preparada por el hombre. Lautaro, se sacudió como si una descarga eléctrica lo hubiera alcanzado.
—¡Jesús! ¡Cómo no se nos ocurrió caminar en dirección a su rancho! — exclamó.
Su padre y su hermano, que ya se encontraban a su lado asintieron ilusionados. Aquella trampa y aquel agonizante animal, les señalaban una vía precisa de búsqueda. Ellos sabían que Jesús, merodeaba amplias zonas del bosque y era factible que pudiera haber visto al niño perdido.
La sospecha se confirmó luego de unos minutos. Tomás descansaba en el rancho de Jesús. Los cuatro varones de la familia Taylor se abrazaron emocionados. El padre se despidió de Jesús con un fuerte apretón de manos, mientras que Tomás rodeó el cuello del hombre por espacio de varios segundos en señal de agradecimiento y afecto.
El comentario sobre la aventura vivida por Tomás duró un par de días en el caserío. Jesús volvió al pueblo periódicamente y como era habitual, la mayoría le rehuía y los niños le temían. Por el contrario, Tomás, profundizaba su relación amistosa con Jesús compartiendo largas charlas.

III.

Un joven de 30 años, descendió de su automóvil. Miró a su alrededor. Poco o nada había cambiado en el poblado desde que él partiera 15 años atrás. Durante ese período, había regresado dos veces. Ambas con tres meses de diferencia. Regresó a despedir los restos de su madre y al poco tiempo los de su padre que no había podido soportar la soledad.
Tomás avanzó a paso firme hacia el templo evangélico en el cual lo esperaba Jeremías, su amigo de la infancia convertido en el pastor del lugar. Fue Jeremías el que le comunicó la muerte de Jesús. Se abrazaron, conversaron sobre el hecho que los había convocado y, después de otro fuerte abrazo, se despidieron.
El muchacho entró en el bosque. El sol ya no ingresaba como aquel día en que se había extraviado 20 años atrás. El verano estaba en plenitud y el frondoso follaje de los árboles impedía que la luminosidad fuera total. Existían además senderos marcados que facilitaban el acceso a las zonas más densas del lugar. Encontró rápidamente el rancho, convertido hoy en una vulgar tapera. En el claro del bosque, divisó el montículo de tierra, las blancuzcas piedras que lo cubrían y la pequeña cruz de palo enclavada sobre él. Tomás se inclinó frente a la tumba de su gran amigo. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas y el recuerdo del hombre cubriéndolo dulcemente con una manta, la extraña calidez del rancho y aquel trozo de carne asada volvieron a su mente, alimentando y alegrando su dolido espíritu.
No pudo precisar cuánto tiempo estuvo parado frente a la tumba. De pronto algo lo motivó a alzar su vista. Un grupo de extrañas y coloridas aves, surcaban el cielo en dirección opuesta a la que él había tomado. Sonrió y se dijo que una vez más, aquella bandada le señalaba un camino. Esta vez, el de regreso. Atrás lo esperaban su trabajo en el laboratorio, esposa Matilde y su hijo de 2 años al que había bautizado con el nombre de Jesús. Jesús como el de Cristo. Jesús como el del ogro del bosque, aquél que también llevó su cruz y que para Tomás supo ser otro dios de carne y hueso.

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